Orfeo, teólogo, poeta y célebre músico, era hijo de Eagro, rey de Tracia.
Desde su juventud se aplicó a estudiar la religión y recorrió Egipto para consultar a los sacerdotes de este país y ser iniciado por ellos en los misterios de Isis y Osiris. Después visitó Fenicia, el Asia Menor y Samotracia, y de vuelta a su país natal dió a conocer a sus compatriotas el orígen del mundo y de los dioses, la interpretación de los sueños y la expiación de los crímenes, e instituyó las fiestas de Baco y de Ceres.
Enseñó a los griegos sabios conocimientos de astronomía, cantó la guerra de los Titanes, el rapto de Perséfone a manos de Hades y los trabajos de Hércules, y fue considerado como el padre de la teología pagana.
La música le servía de solaz y descanso en sus ocupaciones. Antes en Grecia solamente se conocía la flauta; él inventó la lira, o más correctamente, perfeccionó el instrumento ideado por el dios Apolo, añadiéndole dos cuerdas.
Su voz, unida al sonido de este instrumento embelesaba a hombres y dioses y la naturaleza al completo se conmovía a sus acordes. Osos y leones se acercaban a lamerle los pies, los ríos retrocedían a su nacimiento para escucharle, las rocas se animaban y corrían a su encuentro.
Todas las ninfas admiraban su talento, seguían sus pasos y deseaban tenerle por esposo. Pero solamente Eurídice, cuya modestia igualaba a sus encantos, le pareció digna de su amor y la tomó por esposa siendo por ella correspondido.
Pero su felicidad no fue duradera. Un día que Eurídice huía de la persecución de que era objeto por parte de Aristeo, hijo de Cirene, fue mordida en el talón por una serpiente y esta herida le causó la muerte.
Orfeo quedó inconsolable, y después de haber intentado sin éxito ablandar a las divinidades celestiales, no dudó en descender a los infiernos para implorarle al dios de los muertos que le devolviera a su querida compañera.
Sobre las riberas de la laguna Estigia clamó con acentos tan dulces y enternecedores que los habitantes del Ténaro no pudieron contener sus lágrimas ante tal desgracia y el mismo Hades se sintió conmovido. El dios llamó a Eurídice, que se encontraba entre las sombras llegadas recientemente; la ninfa se acercó y le fue concedido partir con Orfeo, pero bajo la condición de que él no volvería la cabeza para mirarla hasta que hubieran rebasado los límites del reino de los muertos.
Orfeo había alcanzado ya la salida cuando, incapaz de resistirse a la impaciencia de contemplar a su mujer, se vuelve hacia ella. Pero Eurídice se hallaba aún a unos pasos por detrás de él y en ese mismo instante le es arrebatada. Ella le tiende los brazos y Orfeo trata de abrazarla, pero solamente alcanza a estrechar una huidiza neblina y únicamente escucha un largo suspiro y un adiós eterno.
Destrozado por esta nueva desgracia, intentó en vano penetrar por segunda vez en la mansión de los muertos; pero Caronte, el inflexible barquero, se negó a transportarle y Orfeo estuvo siete días a orillas del Aqueronte sin probar alimento alguno, inundados sus ojos en lágrimas y consumiéndose de dolor.
Finalmente, y después de haber censurado mil veces la barbarie del dios de los infiernos, se retiró al monte Rodope, en Tracia, sin otra compañía que los animales que amansaba con su canto.
Las mujeres que habitaban en aquella región salvaje intentaron en vano endulzar sus añoranzas y llevarle a un segundo matrimonio, pero él desoyó siempre sus ruegos y se mostró sordo a su amor.
Irritadas por este rechazo, esperaron el día en que se celebraban las fiestas de Baco para tener ocasión de vengarse. Entonces, armadas con tirsos, corrieron al monte Rodope y lo asaltaron por todos los flancos. Su griterío y el ruido de los tambores apagaron la voz de Orfeo, lo único que habría sido capaz de aplacar sus iras; después le atacaron furiosas, y a pesar de los esfuerzos que Orfeo hizo para calmarlas, ellas destrozaron sus cuerpo en pedazos.