Un día, el dios Pan se encontraba rodeado por las ninfas modulando aires musicales con su flauta de tubos. Halagado por los elogios que le prodigaban, y atreviéndose a juzgar más armoniosos los sonidos de su rústico instrumento que los dulcísimos de la lira del propio Apolo, tuvo la audacia de lanzar un reto al dios de la armonía, que éste aceptó sin titubear.
Los dos contendientes escogieron como arbitro al anciano rey de Lidia, Tmolos. Las ninfas y Midas, rey de Frigia y amigo de Pan, se colocaron alrededor de los dos dioses formando un numeroso y atento auditorio.
Pan arrancó a su flauta algunos aires grotescos que, no obstante, sonaron deliciosos a los oídos de Midas. Después cantó Apolo, acompañándose con los divinos acordes de su lira. Tmolos, extasiado por esta segunda actuación, decidió que la flauta de Pan debía considerarse vencida por la lira de Apolo, y las ninfas aplaudieron unánimemente el fallo.
Solamente Midas reclamó el triunfo para el dios Pan, tejiendo un largo discurso en defensa de su amigo y ganándose de este modo la ira de Apolo, que le hizo crecer unas enormes orejas de asno. Pero a cambio, Pan prometió concederle la gracia que le pidiese. El avaro rey no tardó mucho en decidir que quería la facultad de convertir en oro todo cuanto él tocase. Algo que, como sabemos, no terminó demasiado bien para Midas.
En otra ocasión, Marsias, músico notable natural de Frigia, que era capaz de modular dulcísimos sonidos con su flauta, se atrevió a lanzar a Apolo un insultante desafío, promovido por el orgullo que le producían los constantes halagos de que era objeto. El dios Apolo aceptó este nuevo reto bajo la condición de que el vencido se pondría a disposición del vencedor.
Los habitantes de la ciudad de Nisa fueron designados jueces del conflicto. Marsias fue el primero que, colocándose en medio de la multitud, extrajo de su flauta sones maravillosos con los que imitaba a un tiempo el gorjeo de los pájaros, el murmullo de las fuentes, la imperceptible voz de los ecos, los silbidos del huracán y el alegre vocerío de las gentes. La asamble, entusiasmada, aplaudió intensamente.
Apolo, sin dejarse perturbar por estas clamorosas demostraciones de aprobación, se acompañó de su lira para entonar un preludio melancólico que muy pronto sumió a todos en el silencio y la admiración, infundiendo en sus corazones el delirio de la más delicada sensación estética. Apolo tejió su canto con estas palabras:
Ariadna abandonada en una isla desierta,
Ariadna plañidera y gemebunda,
Ariadna, que se reprocha haber abandonado
a su padre, su hermana y su patria
por un amante voluble.
Ariadna, que tenía por únicos testimonios
de su pena los peñascos insensibles
y las olas en perpetuo mugido.
Ariadna, en fin, cuya llama sobrevivía
aún a la traición del pérfido ateniense.
Las lágrimas brotaron de los ojos de todos los presentes y a Apolo le fue adjudicado el triunfo. Pero su crueldad empañó la gloria a la que se había hecho acreedor: sujetó a Marsias, lo ató al tronco de un abeto con las manos ligadas a la espalda, y lo desolló vivo.
La muerte de Marsias causó duelo universal. Los Faunos, los Sátiros y las Dríades le lloraron amargamente; y sus abundantes lágrimas dieron lugar a un río de Frigia que por ello recibió el nombre de Marsias.