Un campesino salió cierto día a arar llevando un par de bueyes. Cuando llegó al campo, los cuernos de los bueyes empezaron a crecer y crecer, y cuando tuvo que regresar a casa, los cuernos estaban tan grandes que no podían pasar por la puerta del establo.
Por buena suerte un carnicero pasaba por ahí, y llamándolo se los ofreció en venta, y finalizó el trato de la siguiente manera:
"que él le daría al carnicero una taza de medida llena de semillas de nabo, y que el carnicero le daría tantas monedas de Brabant como semillas de nabo hubiera en la taza".
¡A eso llamó yo un buen negocio!
El campesino entonces fue a su casa y trajo de regreso la taza con las semillas de nabo. Sin embargo, en el camino una semilla se cayó de la taza. El carnicero le pagó lo acordado, y si el campesino no hubiera perdido esa semilla, tendría una moneda más.
Mientras tanto, cuando el campesino regresaba a su casa, la semilla había nacido y crecido hasta convertirse en un árbol, tan alto que llegaba hasta el cielo. Entonces el campesino pensó:
-"Ahora que tienes la oportunidad, puedes ver que están haciendo los ángeles allá arriba, y por al menos esta vez, los tendrás frente a tus ojos."
Así que trepó al árbol, y vio que los ángeles estaban azotando las espigas de avena, y se quedó mirando.
Y mientras miraba, notó que el árbol sobre el cual estaba subido, empezó a vibrar, y se asomó hacia abajo y vio que alguien estaba tratando de cortarlo.
-"Si yo caigo desde aquí, eso será algo muy malo."- pensó.
Y en su apuro, para salvarse no pensó en otra cosa que tomar tallos de avena que estaban amontonados en grupos, trenzarlos y así hacerse de una cuerda. De igual forma, tomó un azadón y un azote de los que se usan para azotar los cereales y que estaban a su alcance, y empezó a bajar por medio de la cuerda que recién había hecho.
Pero al llegar a la tierra, cayó exactamente en un enorme hueco, muy hondo. Fue una verdadera suerte que hubiera traído el azadón, porque con él fue cavando gradas hasta que salió a la superficie. Y subió consigo también el azote como prueba de su verdad, para que así, viéndolo en su mano, nadie intentara dudar de su historia.