En el País de la Sal vivía un humilde y honrado campesino –que allí se llaman sekhti- que se ganaba la vida traficando en Henenseten con sal, juncos y demás productos de la región.
Cuando iba hacia allá tenía que atravesar las tierras de casa de Fefa.
Junto al canal vivía Tehuti-nekht, hijo de Asri y siervo del senescal Maruitensa. Este hombre había invadido el sendero –pues entonces no estaban los caminos de Egipto protegidos por la ley- y solo quedaba un estrecho camino de tierra, con el canal a un lado y un campo de trigo al otro.
Tehuti-nekht era injusto, avaro, y una de sus pasiones era la de quedarse con lo ajeno; cuando vio al sekhti acercarse con sus asnos bien cargados sintió un irresistible afán de quedarse con ellos, así como con toda la carga, y no tardó en forjar un plan para ello.
-Tomaré un chal –se dijo- y lo extenderé por el sendero. Si el sekhti deja que pasen los burros por encima –lo que no tendrá más remedio que hacer, pues no hay otro camino-, nada me costará empezar la discusión con él y apoderarme de todo cuanto posee.
Y dicho y hecho. Mandó un servidor en busca del chal y lo extendió muy cuidadosamente de manera que una punta se sumergía en el canal y otra estaba sobre el campo de trigo.
El sekhti se acercaba, y, cuando vio el chal, no tuvo mas remedio que seguir adelante dejando que sus asnos pisaran esa prenda. Tehuti-nekht al acecho y se apresuró a exclamar encolerizado:
-¡alto! ¿Piensas que tus animales pueden pisar impunemente prendas que me pertenecen?
-Quise evitarlo y trataré de hacerlo.
Y mientras así hablaba, obligó a los asnos restantes a desviarse un poco y pasar entre los tallos del trigo.
-¡Cómo! ¿Así destruyes mis campos? ¿Te parece bien que tus anos los pisoteen?
-¡No tengo más remedio! Con el chal has interceptado el sendero, así que o lo piso o estropeo algunas espigas. Sabes bien que no puedo ir por el otro lado, pues está el canal.
Empezaron a discutir y, mientras tanto, uno de los animales empezó a comer espigas de trigo.
-Mira tu asno comiendo mi trigo. En vista de ello me quedaré con uno de ellos para compensar el daño que me causas.
-¿Voy a verme robado en las posesiones del senescal Maruitensa, que tan severo es con los ladrones? Si actúas de esta forma no tendré más remedio que ir a quejarme a él y no lo consentirá.
-¡Ni siquiera te oirá! –contestó el otro burlón-. Pobre como eres, ¿quién se va a preocupar de ti? Es como si yo mismo fuera el senescal.
Y empezó a apalear cruelmente al sekhti y le quitó todos los asnos, que llevó a sus campos. Le ordenó luego callar y amenazó con enviarle al Demonio del Silencio si continuaba quejándose.
El sekhti no perdió los ánimos y, como después de rogar un día entero, no le hiciera caso se alejó, pero al día siguiente se fue a Hehensut a exponer sus quejas al senescal Maruitensa.
Le encontró en el momento en que justamente iba a embarcar en el bote que había de llevarle a la sala en que juzgaba los casos de su jurisdicción. El sekhti se inclinó hasta tocar el suelo y dijo que iba a exponer sus quejas, pidiendo que le escucharan su historia.
El senescal accedió y le confió a uno de su séquito, al que dio detallada cuenta de todo cuanto le había sucedido con Tehuti-nekht. Después fue expuesto el caso al senescal, que lo sometió a la jurisdicción de los nobles que le acompañaban en la sala de justicia.
Deliberaron los jueces y al fin aconsejaron lo siguiente: “Ordenamos al sekhti que traiga un testigo, y, en caso de que pruebe lo que acaba de decir, tal vez sea necesario apalear a Tehuti-nekht y obligarle a pagar una suma pequeña por la sal y las bestias que ha robado.”
Ocupaba el trono de Egipto a la sazón el faraón Neb-ka-n-ra y el senescal pensó no decidir él solo el caso, por temor de las complicaciones que pudiese acarrear, y someterlo al soberano. Se presentó ante él y le dijo:
-Señor, vengo a decirte que un sekhti ha apelado a mi justicia, porque le han robado cuanto poseía. Ha demostrado ser el más elocuente de todos los mortales. ¿Qué ordenas, señor, que haga?
-No contestes absolutamente nada –ordenó el rey-, pero manda que alguien escriba todas sus palabras y trae luego el papiro, para que yo pueda verlo. Procura, además, que reciba todo lo necesario para vivir con su familia, pero sin que nunca sepa quién les favorece.
El senescal obedeció al faraón y dio cuantas órdenes fueron necesarias para que llevaran a diario al campesino pan, carne y cerveza, y que entregasen a la esposa aquello que necesitasen de ropas sus hijos.
Todas las mañanas, al abrir la puerta de su miserable cabaña encontraban ante ella los víveres suficientes para poder alimentarse. Ante estos hechos el sekhti intentó vigilar durante varias noches, para saber quiénes eran los misteriosos bienhechores, pero no lo consiguió. Por fin renunció a aclararlo, resignado a aceptarlo sin averiguaciones.
Pero su mujer no lo entendió así; estaba agradecida, pero no quería renunciar a lo que había sido suyo y excitó a su marido para que fuese por segunda vez a reclamar justicia.
El sekhti se dirigió otra vez al sensual; tras saludarle respetuosamente, reiteró su queja ante los nobles que le acompañaban, de manera muy persuasiva y elocuente. El senescal le hubiera dado gustoso la razón, pero, obedeciendo cuanto le había dicho el faraón, no contestó una sola palabra y el campesino volvió a su casa sin haber obtenido justicia.
El fracaso le desanimó bastante y regresó a su hogar. Tras contarle a la familia cuanto había sucedido, su esposa, que no perdía la esperanza de recuperar los asnos con la carga, le convenció de que se presentara otra vez ante el senescal y así lo hizo el hombre al cabo de unos pocos días.
Una vez en el Palacio de Justicia, saludó respetuosamente a los presentes y empezó a hablar, pronunciando ante los jueces una larga, elocuente y respetuosa arenga, pero el senescal, implacable con las órdenes del faraón, ordenó que le apaleasen, para ver si así le hacía desistir de su empeño.
Para nada sirvió, pues el campesino volvió por cuarta, quinta y sexta vez, tratando de ser atendido a fuerza de elocuencia.
El senescal no le hacía ningún caso, ni le contestaba. Cuando a veces el sekhti se desanimaba, su mujer le infundía valor nuevamente para que no abandonara su derecho y, por esta razón, siguió presentándose en la sala de justicia cuantas veces fue necesario.
Cuando llegó la novena vez el senescal envió a dos personas de su séquito en busca del sekhti; el pobre hombre temió, con razón, ser apaleado de nuevo a causa de su insistencia en molestar a tan altos personajes.
Al notar ellos el temor que producía su presencia le tranquilizaron diciendo:
-¡Nada tienes que temer, oh sekhti! El senescal está complacido de la elocuencia de que has dado muestra y se dispone a hacerte justicia. Ven con nosotros sin miedo alguno.
Esta décima vez fue bien acogido el campesino en la sala de justicia. El senescal le sonrió amablemente y ordenó a uno de sus escribas que anotase en un papiro cuanto pedía el sekhti, para enviarlo al faraón, como le había ordenado.
Neb-a-n-ra leyó atentamente los discursos del sekhti, pero no tomó decisión alguna, sino que confió al senescal el cuidado de fallar el asunto, según conviniese en buena justicia.
Con esta autorización el senescal Maruitensa quitó de su empleo a Tehuti-nekht y le confiscó sus propiedades, que fueron entregadas al sekhti.
Pero no terminaron aquí sus aventuras, pues fue llamado por el faraón, quien le invitó a vivir en palacio con toda su familia. Y el sekhti dio tanta prueba de fidelidad y honradez que fue nombrado, en seguida, inspector general del faraón, quien le tenía mucho afecto.